
domingo, 15 de agosto de 2010
“La esencia de un gobierno libre consiste en un control efectivo de las rivalidades”

jueves, 20 de mayo de 2010
Realidad y Ficción en El regreso de Martin Guerre de Natalie Zemon Davis

“El que es capaz de leer y escribir es capaz de cualquier maldad” afirma una de las ancianas en El regreso de Martin Guerre (1982) del director Daniel Vigne. Parecido tono de reproche dirige la historiografía más rutinaria a quienes pretenden defender la interacción de dos esferas tan aparentemente opuestas como lo son la realidad y la ficción. Según esta concepción tradicionalista del oficio, la ficción no tiene cabida en la operación histórica.
En los años sesenta surgió reforzada una noción radicalmente opuesta. Roland Barthes y Hayden White calificaron a la historiografía de “ficciones verbales”, desapareciendo así el contraste entre historia y ficción. Las sagaces críticas desde una visión posmoderna pusieron en grandes aprietos al relato tradicional. En los años ochenta, tiempos en los que la profesora emérita de Princeton Natalie Zemon Davis (1928, Detroit) asesoró el film y escribió su libro sobre el proceso de Martin Guerre, la situación era considerada desde el propio gremio como “crítica”.
No obstante, Zemon Davis no parte de esta concepción ingenua de la investigación histórica. Concibe la operación histórica es una recreación que se nutre de una imaginación responsable. En sus trabajos (Trickster Travels o Women on the Margins: Three Seventeenth-century Lives, por citar solo algunos de ellos) es consciente de las limitaciones del relato historiográfico, hay una distinción entre afirmaciones que se sustentan en base a evidencias documentales y aquellas que deben hacerse a partir de la intuición del historiador pero procurando no infringir el principio de verosimilitud. No niega que una obra histórica, pese a participar de la ficción, se caracteriza por su pretensión de verdad.
En cambio, El regreso de Martin Guerre es un producto particular. Según Zemon Davis el cine es una forma diferente de representar el pasado que tendría sus propias convenciones. El film histórico de ficción –que debemos de distinguir del documental- ofrece una infinidad de posibilidades y ventajas frente al texto académico. Permite transmitir al espectador toda una serie de matices (colores, sonidos) de una forma que difícilmente la escritura de la historia podría emular. Por supuesto, existen carencias en el relato audiovisual. El discurso cinematográfico carece de recursos tales como la afirmación en condicional. En una película como El regreso de Martin Guerre los “quizás” que el lector puede encontrar en su obra escrita son tremendamente difíciles de representar. El cine de este tipo tiene el peligro de caer en la inexactitud, algo que la propia Natalie Zemon Davis admite en varias entrevistas e incluso en el prefacio de su obra. De hecho, la escritura de su obra se justifica en la medida que estas lagunas existían. Cuenta Zemon Davis que mientras colaboraba con Daniel Vigne y Jean-Claude Carrièrre (el guionista del film) tuvo la necesidad de “profundizar más en el caso” y lidiar con algunos aspectos de la coyuntura que quedaron fuera del film “[para] que estos cambios contribuyeran a que la película tuviera esa poderosa simplicidad que había convertido la historia de Martin Guerre en una leyenda”.
Estas cuestiones ignoradas en el film, el origen vasco de los Daguerre, el problema del protestantismo rural o su tesis sobre el doble juego de Bertrande (criticada, por cierto, por Robert Finlay), aparecen sin embargo respaldadas por un trabajo de archivo francamente impecable.
Si nos ceñimos al film de Daniel Vigne, es posible sostener que los logros superan con creces a los defectos. La realización de un filme de tales características, tan bien documentado, es un reto nada desdeñable. El historiador, en este caso Zemon Davis, se encuentra ante el reto de tener que vestir a los individuos que integran su relato. La interacción, los diálogos o las muecas de los personajes, en especial la relación de afecto entre los esposos (tanto con el verdadero como con el falso Martin) no puede si no concebirse desde la imaginación del autor. El retorno de Martin Guerre aporta valiosas imágenes de valor etnográfico sobre la vida cuotidiana de los campesinos de la región: los niños aparecen compartiendo las labores con sus adultos, las mujeres que surgen en el ámbito doméstico son representadas siempre realizando tareas, etc.
Ficción y realidad se entremezclan para producir un fresco que, en mi opinión, es convincente. Considero que el debate en torno al uso de la ficción en nuestros cines es muy enriquecedor, pero soy consciente de que varias de las críticas que provienen por parte del gremio de los historiadores son impulsadas por un temor a perder el monopolio de la historia.
Tanto los libros de historia, como las películas que aspiran a tal pretensión deberían de hacer explícita una pertinente advertencia: esta obra está basada -o se ha inspirado- en hechos verificables.
martes, 2 de febrero de 2010
Fragmentos (sobre el género bélico tras Vietnam)
Los éxitos de Nixon le valieron la reelección en el 1972. En cambio, el escándalo por espionaje y la crisis económica supusieron el golpe final a la imagen inmaculada de superpotencia mundial de los Estados Unidos. El estamento militar que había encumbrado a una sociedad a la categoría de garante de las libertades que ahora veían ultrajadas se vino abajo junto con el orgullo de toda una generación. Durante los años setenta y ochenta la imagen de la Segunda Guerra Mundial servirá de salvavidas para un género fascinado por el estallido de violencia y culpabilidad que había desatado Vietnam.
Con todo, el género bélico no se vino del todo abajo. En este periodo surgen algunas propuestas como Un puente lejano (1977) o La batalla de Midway (1976) tienen más aspectos en común con la épica de los años cincuenta que con contemporáneos como la genial Apocalipsis Now de Francis Ford Coppola (1979). La primera ofrecía una versión depurada de la operación Market Garden con un reparto plagado de estrellas como Sean Connery, Michael Caine o Robert Redford. Esta producción angloamericana hacía las veces de tirita sobre el estamento militar al proyectar una derrota saneada en la que el espectáculo prima sobre cualquier otra cuestión. A pesar de estar ambientada en una derrota, el tono celebrativo de la película funcionó tan bien como la representación de la victoria de Midway en la película del año anterior a la hora de hacer caja. Sin embargo, su éxito fue la gran excepción de una época en la que el género languidece.
Uno rojo, división de choque (1980) es una muestra de cómo Vietnam había enturbiado la relativamente buena imagen de la Segunda Guerra Mundial. Su director, Samuel Fuller (tomó parte en el desembarco de Normandía y fue condecorado) describió su película como "una historia de vidas ficticias basada en muertos reales". En ella aparece la 1º División de Infantería del Ejército norteamericano en la que él mismo combatió, desde sus periplos en el norte de África hasta la Europa continental, abarcando tanto la invasión de Sicilia como el desembarco de Normandía. Su punto de vista no es innovador (lo único que los soldados pretendían era sobrevivir) sin embargo, su discurso utiliza un elemento complementario acorde a la épica en la que fue estrenada: la violencia. Fuller, no obstante, establece una diferenciación entre Vietnam y la Segunda Guerra Mundial. Arguye que aunque pelear aquella guerra fuese “the right thing to do” la guerra era “the wrong place to be”. Uno rojo, división de choque se presenta como la última gran película bélica con la pretensión de relato total. De todas maneras, el filme cae en los típicos tópicos de Hollywood: se presenta un teatro de operaciones europeo en el que prácticamente aparecen solo norteamericanos y alemanes. Su rudeza y lo limitado del presupuesto (que no le impidó sin embargo contar con Lee Miller) acabó sentenciando a la cinta de Fuller – que no tuvo mala acogida en taquilla y el posterior reconocimiento que tuvo- a la categoría de cine bélico de serie B. La violencia que había intentado llevar a las pantallas de cine no tenía necesariamente que significar un mayor realismo. El propio Sam Fuller confesó que la única manera de realizar algo así era “disparar munición real sobre las cabezas del público en un cine”.La tecnología informática ofrecería a sus sucesores una alternativa más viable.
Durante la década de los ochenta Hollywood aborda la Segunda Guerra Mundial desde otra perspectiva. Películas como El cazador (1978) Acorralado (1982)¸en la que hace su primera aparición el atormentado personaje de Rambo o Platton (1986) -todas ellas basadas en la guerra de Vietnam- monopolizan el discurso bélico que hasta entonces controlaban episodios claves de la Segunda Guerra Mundial como el desembarco de Normandía o el teatro de operaciones del Pacífico. Para cuando Reagan ocupó la Casa Blanca, el periodo 1939-1945 quedó relegado a segundo plano, siendo prácticamente un elemento más de escenografía de cine de aventuras. Un ejemplo de ello son Evasión o Victoria (1981), en la que unos prisioneros del bando aliado de un campo de concentración se enfrentan y derrotan en un partido de futbol a las tropas alemanas, demostrando que aún desde un segundo plano la Segunda Guerra Mundial era el escenario perfecto para películas comerciales; el drama de espionaje Code Name: Emerald (1985) en el que se aborda la invasión de Normandía; y las dos producciones del propio Speielberg: En busca del arca perdida (1982), con un Harrison Ford combatiendo contra los nazis y El Imperio del sol (1987), basada en la ocupación japonesa de China.
Esta última película coincidió con el último intento “fallido” de una narrativa sobre la Guerra en un tono similar a los anteriores largometrajes, a saber, Los últimos días de Patton (1986) pretendía repetir el éxito de la aclamada película de Shaffner, por lo que se pidió al mismo actor (George C. Scott) que participase en el proyecto. La película da una imagen reveladora de el estado en el que se hallaba la memoria a pocos años del cincuenta aniversario del inicio del conflicto. Delbert Mann, el director que llevó a cabo la película, muestra un antaño carismático general Patton exhausto, decrépito (encarnando la imagen pública de la institución militar tras los fracasos de los años setenta), condenado a pasar sus últimos días en un Hospital debido a un “estúpido” accidente de tráfico. Este accidente (una especie de Vietnam simbólico) había interrumpido una irregular pero prometedora carrera militar (el discurso autocomplaciente de Hollywood) de forma que se pasa sus últimos días rememorando antiguos episodios militares con su mujer, la única que lo acompaña. El ideal de guerrero que presentaba el discurso de la película de 1970 parecía ser un enfermo crónico.
En virtud de lo anteriormente expuesto cabe concluir que el periodo comprendido entre los años sesenta y el final de los años ochenta puso en un aprieto al clásico relato de la Edad de Oro que situaba a los EE.UU. en una situación privilegiada como ángel custodio del mundo libre. El recuerdo de la Segunda Guerra Mundial servía de calmante para la carencia de conquistas, así como de ejemplo claro para contraponer el ejemplo de “una buena guerra” con la desafortunado ejemplo de un Vietnam que había ensuciado el currículum de la nación. Si el término que empleaba Hobsbawm para referirse a este periodo (“el derrumbamiento”) parece inadecuado para el conjunto de una época, desde la tesis que sostengo se antoja bastante oportuno para un lapso de tiempo en el que Hollywood estuvo marcado por un cierto antiautoritarismo y una preocupación por la moralidad de las acciones y las respectivas consecuencias de su política exterior.
lunes, 21 de diciembre de 2009
Save Private Ryan segun Johnson.

¿Es Salvar al Soldado Ryan, como dice Spielberg un homenaje a los combatientes? Es necesario reafirmar un mito bien asentado de la Segunda Guerra Mundial? Necesitaba la 2GM consolidarse y autoconfirmarse como segundo mito fundacional tras el 1766? Spielberg centra el film en el día del juicio final no solo de la Historia norteamericana sino del siglo XX, el 6 de Junio de 1944, el desembarco de Normandia. La película sirve como recuerdo al mundo del enorme sacrificio que cometieron los EE.UU, así como a sus futuras generaciones, de la deuda contraída para con sus veteranos.
En mi opinión, en el libro de Johnon se encuentra el mejor y más lúcido análisis cinematográfico de la película de Spielberg.
Johnston, Steven The Truth about Patriotism Duke University Press, Durham, 2007
"Saving Private Ryan opens at a French military cementery. Normandy. Spielberg's camera locks on the eyes of an anonymous American, a veteran, on his knees, overcome by emotion. He stares. No blinking. Reliving the past, eyes wide open suggest that you will see the truth of war, at last. Assited by the validation of flashback, this man will be our guide (nota 26).
Spielberg studied Defense Department footage to stage his rendering of Normandy. The beach sqeuence states the film's claim to authenticity, even though Spielberg insists that his is a pale facsimile of invasion. Appalled by the euphemistic treatments that tend to characterize war in general and Normandy in particular, Speilberg reinvents both on film. Even if you share Spielberg0s judgement of the antiseptic character of American films abouth the Second World War, it does not explain the making of Saving Private Ryan. Thanks to Oliver Stone and Stanley Kubrick, for example, the ontological superficiality of American war movies has long been known. Spielberg's representational ambition nonetheless presumes to bring the full truth of war to an innocent world in need of civic education. Hence the graphic, even sadistic, performance of Saving Private Ryan cannot be reduced to tribute alone. It is shock therapy designed for immediate results. Spielberg seizes an opportunuty to implicate the American citizenry and induce a sense of indebtedness, and thus of attachment. With America a debtor nation to the so-calles Greatest Generation, payment must be made. Given historical ignorance, the visceral dimension underlies his cinematographic intervention. You must see what American men at war experience; you must see what men at war do. Though no smulation of war can duplicate the lived experience of it, Spielberg has executed a cinematic coup in the name of patriotism (nota 27).
How, specifically, does Spielberg work his film's patriotic will? The invasion sequience forms a veritable film within the film. From an angle, you first see waves washing ashore past massive cement barricades. Yet what is most noticeable is the sound (nota 28). The ocean roars at you. Sound makes war into a closed universe. Hermetically sealed with primitive motions and movements, it is a world ouside of which nothing exists. War constitutes a pre-moral, pre-linguistic space. The sound also displays vicious precision. At times it feels as if the fate of every bullet fired has been individualy recorded. Their speed, intensity, and energy deconsctruct no just bodies but psyches. (nota 29).
Cut to a landing craft bouncing toward the beach. The strain of its overworked engines coupled with the sound of metal slamming on water assaults you. The pilot shouts instructions. Men look somber, grim. There is no banter here, none of the macho glibness of Hollywood war legend. It is physically impossible. You cannot even hear yourself think. The sound beats you. Spielberg's invasion sequience de-romanticizes war. Here men puke as they get closer to shore. One eruption triggers another. And another. Everyone wears it. You can smell it. More instruction -from Miller, an Army captain. In this context, however, instructions prove useless; nothing can be heard; no one listens.
As the landing craft opens, machine gun fire sprays its inhabitants. The sound escalates. Beach landing equal survival exercise. No heroics. No contingency is god. This is slaughter. Before every body aboard is massacred, the captain orders everyone over the sides. (Just do what everyone else does.) Water provides no safety. Bullets follow you underneath, piercing fluid with surgical precision. If bullets don't kill you, your pack drowns you. There is no escape. Sheer numbers: some survive- not everyone can be killed. When your contry asks you to die for it, sometimes it means precisely and only that. Some bodies are killed so other won't be. Thousands are nothing more than dead bodies waiting to happen (cita 30).
On the beach, death mounts. You are treated to grisly scenes. With explosions omnipresent, bodies hurl through the air. A soldier loses the lower half of his right arm; then retrieves it. Miller pulls a wounded man out of the water -to discover the lower half blown off. He drops it. You do not see Rorty's would-be John Waynes. You see bodies dictated by necessity. To carry on names a feat itself. In the safety of the theater, you want the invasion sequence to end – now. You hope you survive the awful experience of watching it.
The invasion sequence of Saving Private Ryan makes you watch as long as possible, as if to account for each cross in the Normandy cementery. With the landning concluded, you marvel at its success. An irresistible force (America) supplanted an immovable object (Germany). The sentimental cementery scene followed by the brutal beach action form the flip sides to the same patriotic apparatus. You identify with the first; the second makes it possible. America's exceptionalism presupposes America's vast military prowess. To love one is to love the other. Anything that potentially threatens the poer that makes possible America's goodness invites a reactive, even reactionary, respone. Spielberg's cinematizes what patriots already experience, the affirmation of whatever violence may be needed to guarantee the American way.
Extracto del Capitulo nº4: The Socratic Way of Death (páginas 104-106)