lunes, 14 de febrero de 2011

La formación de un país (Historia de Argentina, siglo XX, Encuentro)






“La formación de un país”

Historia de un país, Argentina siglo XX es una serie documental argentina compuesta por un total de 24 episodios. Producida por ‘Encuentro’, canal integrado en portal educativo ‘Edu.car’ del Ministerio de Educación argentino, este primer episodio fue estrenado en mayo de 2007 como parte de un ambicioso programa que conmemora el Bicentenario de la República Argentina. Como lo demuestran las continuas reemisiones desde su lanzamiento, el documental tuvo una buena acogida por parte del público. Esta serie realiza un acercamiento divulgativo a la historia del Estado argentino desde los orígenes del proceso de independencia hasta la renuncia del presidente De la Rúa en 2001, centrándose sobre todo en el siglo XX. En concreto, el primer episodio aborda el periodo comprendió entre la creación del Virreinato del Río de la Plata hasta la conclusión del proceso de formación nacional en la década de 1880. Esto explica en cierto sentido la enorme compresión de la información, ya que se trata de una introducción al verdadero objetivo de la serie: tratar el siglo XX argentino.

Tras su clara voluntad divulgativa existe una importante labor de diseño y documentación histórica. La factura de este DSV cuenta con algunos nombres relacionados con la disciplina histórica; Gabriel Di Meglio es el mejor ejemplo[1] pero también cuenta con el aval de una empresa de turismo cultural, Eternautas. La producción puede presumir de trabajo de archivo, ya que la Academia Nacional de la Historia, la Biblioteca Nacional, o el Museo Histórico Nacional son solo algunos de las instituciones que respaldan el trabajo. Con todo, lo más destacable de la serie es su atractivo; combina una envidiable capacidad de síntesis con un formato seductor para dar con un documento ideal para la difusión. El discurso se compone de un variopinto mosaico de elementos auxiliares: óleos, grabados, documentos ‘históricos’, logrados mapas dinámicos, líneas cronológicas y fragmentos de películas[2]. Sin embargo, no puedo sino señalar algunas de las que considero carencias –males necesarios, si se quiere. Por un lado, el espectador está ante un relato plano, cerrado y unidimensional. No hay alternativa ni contradicciones, más allá de ese “[…] pudo haber tenido otra forma. Pudo no haberse llamado Argentina […]” se sigue un formato lineal. Por otro lado, hay –creo- un abuso de la apariencia historicista que pretende un atractivo pero peligroso mito de realismo. Los videos e imágenes, ensuciadas y degradadas en un curioso juego de luces, se presentan como en un proyector de diapositivas o un viejo álbum familiar que, junto a los demás documentos, se muestran sobre lo que cabe suponer que es el escritorio de un investigador[3]. Esta estrategia desemboca en la producción de un discurso oficial, una verdadera Historia oficial. Aunque sería un despropósito exigir lo mismo a un DSV (Documento en soporte de video, término prestado del prof Joan del Alcázar) divulgativo que a un trabajo histórico, considero muy relevante hacer mención a tales cuestiones.
















El contexto histórico abordado en La formación de un país (aprox. 1776-1884) se enfrenta desde una problemática muy general del proceso de deriva en la formación de la República de Argentina. El documental dibuja de forma cronológica una línea principal de hechos y protagonistas Cisneros-Pueyrredón-Artigas-SanMartín-Paz-Rosas-Urquiza-Mitre-Sarmiento-Avellaneda-Argentino Roca/Tejedor que, junto a una relación de las campañas militares más relevantes, y a pesar de algunos huecos[4], ofrece una introducción convincente a la complejidad de este proceso histórico. Se abordan brevemente, eso sí, cuestiones de tipo económico en detrimento del componente sociocultural del proceso, siempre con honrosas excepciones como la mención a la llegada de los inmigrantes europeos la breve alusión a las campañas de ocupación del ‘territorio indígena’. Sin embargo, hay en este esquema mitrista una idea implícita de progreso que va desde el derrumbe del poder centralista instituido tras la independencia en 1820 hasta la alianza anti-rosista y la posterior consolidación del Estado que transmite un metarelato de superación en parte autocomplaciente con un objetivo claro: celebrar la propia historia del Estado-nación que financia el documental.

Es posible distinguir una serie de ideas principales en el discurso. En primer lugar, queda patente la complejidad de la evolución del territorio que formó y hoy forma Argentina. A lo largo del documental somos testigos de las variaciones que sufre un mapa siempre cambiante, especialmente problemático en cuanto a las relaciones entre capital y provincias. En segundo lugar, destaca la enorme inestabilidad política fruto de las disputas en torno a, en un primer momento, realistas y revolucionarios y, posteriormente, en torno a dos maneras de entender el Estado: unitaria o confederal. Todo esto, por supuesto, a costa de unos habitantes para los que “la guerra se convierte en algo cotidiano”. Hay, también, algunas ideas secundarias entre las que destacaría la necesidad de enmarcar el proceso de formación de la República dentro de un contexto internacional para comprender los frentes comunes en del amplio frente abierto en la descomposición del dominio español, la intervención de otras potencias extranjeras o la participación en guerras continentales (contra Brasil o Paraguay).

Así y todo, no puedo más que alabar un DSV que maneja un excelente lenguaje simbólico con el que condensa un cúmulo ingente de información. En conclusión, la síntesis realizada en La formación de un país es una buena aproximación a la compleja historia de ese “poder central consolidado” pero, ante todo, es una autobiografía de ese mismo poder que requiere de una ulterior revisión crítica de su discurso.


[1]Doctor en Historia, también coordina programas de divulgación histórica como "Efemérides" o "La Historia en el cine", en el mismo Canal Encuentro. Es, junto a Mignona, el principal impulsor del proyecto.

[2] El dos de mayo de 1808 en Madrid de Goya, o el film La Revolución de Mayo de M. Gallo son algunos ejemplos.

[3] Las comparaciones con la otra serie documental Algo habrán hecho por la historia de Argentina son inevitables.

[4] No se menciona, por ejemplo, a Saavedra o Moreno, ni tampoco aparece nada sobre la ocupación de las Malvinas.

domingo, 15 de agosto de 2010

“La esencia de un gobierno libre consiste en un control efectivo de las rivalidades”


Introducción al trabajo sobre la serie de John Adams de la HBO:

John Adams y el debate político en torno al modelo de estado a través de la serie John Adams (2008), una aproximación audiovisual



I don’t think anyone who sees this film would think of the American Revolution and the Founders in the same way again. It isn’t just that they will have a better understanding of it. They will feel it.
David McCullough


Hace dos años, la cadena estadounidense HBO estrenó John Adams, una miniserie de siete capítulos basada en la obra homónima del popular autor norteamericano David McCullough, premiado con el Pulitzer en el 2002. El enorme prestigio de la cadena y su potencial económico para llevar a cabo una producción de tal magnitud (la miniserie contó con cien millones de presupuesto), así como nombres como Tom Hanks en la producción, Tom Hopper a la dirección o el mismo McCullough como asesor, afianzaban el ulterior éxito que la producción finalmente obtuvo. Gracias a esta producción, la cadena fue premiada con varios premios, entre los cuales se cuentan 4 Globos de oro y 13 Emmys, sin olvidar el galardón a la mejor miniserie de la Asociación de Críticos de la Televisión de Estados Unidos.2
La miniserie aborda desde la perspectiva de John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, el periodo comprendido entre la 1770 y 1826, esto es, una cronología que abarca desde la masacre de Boston hasta la muerte del propio Adams, exactamente 50 años después de la Declaración de Independencia. A lo largo de sus nueve horas de dirección, la exitosa producción de la HBO reproduce dramáticamente acontecimientos tan significativos como la celebración de los dos Congresos Continentales, la Declaración de Independencia, la casi-guerra entre EE.UU. y la Francia revolucionaria, la toma de posesión del cargo de Presidente de George Washington y las tumultuosas de 1800, por mencionar solo algunos de ellos.

Cualquier estudiante mínimamente familiarizado con estos sucesos asociará a los mismos nombres como George Washington, Thomas Jefferson o Abraham Lincoln. Sin embargo, ¿quién fue John Adams? El que fuera uno de los protagonistas más controvertidos de la independencia ha jugado un papel más bien discreto en los libros de Historia. Es más; Adams fue, quizás, el tratadista más prolijo de su generación. No es una opinión gratuita, la Enciclopedia Blackwell sobre la Revolución Americana describe a John Adams como la mula de carga de la revolución3. Con todo, y como suele ocurrir con las adaptaciones para la pequeña y gran pantalla, la miniserie ha contribuido en gran medida a desarrollar el interés de un público que, al menos fuera de su país, le había olvidado. Sin lugar a dudas, este ensayo es fruto de la fascinación que causa el medio audiovisual entre los colegas de mi generación.

No obstante, la miniserie abarca un periodo de lejos demasiado complejo como para ser tratado aquí de forma satisfactoria. Ha sido necesaria, por tanto, una delimitación sustancial del objeto de estudio. En consecuencia, he optado por centrarme en el pensamiento político de John Adams, concretamente en su teoría sobre el modelo de estado más adecuado para la república estadounidense. Asimismo procuraré contraponer su postura con su principal rival en las elecciones de 1800, Thomas Jefferson, uno de los personajes claves en la línea argumental de la miniserie.
Por otro lado, si se me permite, me atreveré a señalar que este mismo ámbito en el que me muevo -el audiovisual- ha sido, salvando las distancias, tan ninguneado por la historiografía como John Adams. Pocos son los historiadores que emplean el cine o la televisión como algo más que una herramienta didáctica. Teniendo en cuenta las honrosas excepciones de autores como Robert A. Rosenstone, Pierre Sorlin, o el pionero Marc Ferro, el celoso gremio de los historiadores ha mantenido una postura algo desconfiada ante la competencia que el celuloide supone. Mi ensayo contiene implícita la noción de que la historia a través de la pantalla presenta, al menos, tantas ventajas y desventajas como su expresión escrita.

Así, este trabajo se sustenta sobre la base de dos pequeñas reivindicaciones: primero, rescatar de la fama silenciosa –desempolvar- la teoría política del recóndito y siempre problemático John Adams; y, en segundo lugar, hacerlo desde la crítica de una producción televisiva basada en su biografía, la antes referida miniserie John Adams. Dicho lo cual, será oportuno realizar una pequeña aclaración. El empleo de material audiovisual es una condición, soy consciente, no exenta de problemática. Como el lector comprobará más adelante, la teoría metodológica seguida no pretende elogiar, sin más, el soporte audiovisual de forma ingenua, sino analizar su capacidad para elaborar un discurso histórico y comparar sus resultados con los de la historiografía más ortodoxa –la escrita.
A continuación realizaré una introducción a la figura de John Adams, repasando su biografía para centrarme, después, en su pensamiento político. Posteriormente apuntaré brevemente las claves básicas del contexto histórico en el cual Adams concibe y ordena sus ideas, para poder revisar con atención, y desde la perspectiva de la miniserie, el periodo comprendido entre 1787, año de publicación de su Defensa de la Constitución de los Estados Unidos y 1800, año en el que pierde las elecciones en beneficio de Thomas Jefferson. El lector disculpará que, habiéndome propuesto un objeto de estudio tan poco ortodoxo realice un ejercicio más intuitivo y cualitativo que metódico y riguroso.

sábado, 29 de mayo de 2010

Rethinking History. Entrevista a Keith Jenkins

[entrevista extraída de http://elnarrativista.blogspot.com/2007/03/keith-jenkins-re-pensando-la-historia.html]
[La traducción es mía]




Keith Jenkins es profesor de Historia de la Teoría en la University of Chichester y autor de varios libros sobre historiografía, incluyendo el reciente reeditado Repensar la Historia. Su trabajo ha servido para arrojar algunas de las críticas de la filosofía de la historia tradicional a un público más extenso, particularmente con la intencionalmente-polémica postura que tomó en Repensar la Historia. Tuve la oportunidad de hacerle algunas preguntas sobre su trabajo y sus motivaciones.

(Entrevista de Paul Newall - 2004)

PN: ¿Cual fue tu motivación original para escribir Repensar la Historia?

KJ: Originariamente escríbí Repensar la Historia a finales de los años 80 (fue publicado por primera vez en 1991) debido a lo que se me antojó como una pobreza de la "teoría histórica" (incluso hoy parece un término que ligeramente raro aunque aceptamos de buena gana "teoría literaria" o "teoría crítica" o incluso "teoría social"). Por aquel entonces muchos estudiantes de historia habían leído -si acaso habían leído algo acerca de la "naturaleza de la historia"- pedazos y partos de textos de Marwick y Tosh, Bloch, E.H. Carr y G.Elton. Y, en comparación con el trabajo teórico de disciplinas/discursos adyacentes en aquella época (en literatura, sociología, estética, política, etc..,) estos trabajos ofrecían en conjunto una pobre comprensión sobre cómo un discurso como la historia es del tipo de composición que es y ha sido. Por eso Repensar la Historia intentó tanto iniciar a los estudiantes en las ideas de estas otras áreas y aplicarlas sobre otro tipo de aspectos/áreas claves en la Historia.

PN: Cómo explicarías las conclusiones a las que llegaste en Repensar la Historia a alguien que nunca haya tenido en cuenta la teoría histórica antes?

KJ: Las conclusiones que alcancé sobre la Historia en Repensar la Historia fueron (a) que la historia fuese un género estético/literario tal que no podría ser epistemológico y que, por eso, las preguntas que los historiadores normalmente se plantean (la relacion entre hechos y valores, interpretaciones, objetividad, verdad, etc...) no fueron hacia la cuestión de si su objeto [de conocimiento*] concerniente no era capaz de ser reducido a reivindicaciones epistemológicas. Pensé entonces, todavía lo hago, que los debates sobre "Historia" son debates sobre significado (por ejemplo, debates ontológicos) y, por supuesto, el significado (de los 'hechos', de esta o aquella interpretación) evitan fácilmente factualidad[contingencia*] e interpretaciones. (b) que todo discurso histórico está posicionado, es ideológico/político y que, más que avitar esta conclusión obvia, uno debería hacer explícita su propia postura... esto significa que había una llamada a la reflexión hasta el fondo. (c) Finalmente, quise que los estudiantes de Historia estuviesen al corriende de las ideas de la postmodernidad y del postmodernismo, así como para animarlos a leer "postmodernistas" como Lyotard por ellos mismos.

PN: Cual fue lal reacción inicial y cuales fueron las diferencias entre la opinión de los profanos y la de los académicos?

KJ: La reacción inicial de personas como Marwick fue abiertamente hostil y creo, todavía lo creo, que Marwick habló y habla prácticamente por muchos de los principales historiadores profesionales quienes, mientras conscientes de lal existencia de la 'teoría', son todavía reacios a tenerla en cuenta, cuando no abiertamente hostiles. Pero, no obstante, Repensar la Historia fue introducido por escuelas, colegios, universidades (donde su estilo polémico probablemente forzó el debate) y, alrededor de los noventa probablemente apareció en la mayoría de las "listas de lectura" del nivel A [estudios equivalentes al bachillerato español*] y demás niveles inferiores. Pero esto no ha calado en los propios cursos de Historia que los estudiantes hacen, por eso es dificil evaluar su impacto positivo.

PN: En una entrevista con Alan Munslow dijiste que "supe cuan intelectualmente atrasada estaba la condición general de la 'disciplina histórica', y cómo furiosamente antiteórica era la actividad académica de la historia". ¿Han mejorado estas situaciones dentro de la historia? ¿Cuán exitoso fue Repensar la Historia a la hora de brindar un cambio o una actitud más reflexiva en los historiadores?

KJ: Creo que mi respuesta aquí se hace eco de la anterior. Ha habido algo de 'mejoras' desde el principio de los noventa (como evidencia el creciente número de textos teóricos en el mercado) y, sin duda, en clases sobre el método e historiografía la naturaleza de la historia es mucho más discutida. Pero el problema radica todavía en hasta dónde han rechazado los estudiantes los enfoques empíricos, o hasta dónde y con qué efectividad se realiza el planteamiento y la proyección del discurso histórico de forma teórica

PN: ¿Cómo diferencia la filosofía de la historia entre las regiones locales y las internacionales? ¿Hay alguna división entre, digamos, posturas análiticas y postmodernas, presuntamente similares en algún sentido a aquellas diferencias en filosofía entre las tradiciones Anglo-americanas y las continentales?

KJ: La división no está entre, digamos, los enfoques analíticos contra los enfoques postmodernos, pero, en la medida en la que lo postmoderno ha tenido un impacto, el desarrollo de los intereses es si bien el empirismo ha sido desafiado

jueves, 20 de mayo de 2010

Realidad y Ficción en El regreso de Martin Guerre de Natalie Zemon Davis


“El que es capaz de leer y escribir es capaz de cualquier maldad” afirma una de las ancianas en El regreso de Martin Guerre (1982) del director Daniel Vigne. Parecido tono de reproche dirige la historiografía más rutinaria a quienes pretenden defender la interacción de dos esferas tan aparentemente opuestas como lo son la realidad y la ficción. Según esta concepción tradicionalista del oficio, la ficción no tiene cabida en la operación histórica.

En los años sesenta surgió reforzada una noción radicalmente opuesta. Roland Barthes y Hayden White calificaron a la historiografía de “ficciones verbales”, desapareciendo así el contraste entre historia y ficción. Las sagaces críticas desde una visión posmoderna pusieron en grandes aprietos al relato tradicional. En los años ochenta, tiempos en los que la profesora emérita de Princeton Natalie Zemon Davis (1928, Detroit) asesoró el film y escribió su libro sobre el proceso de Martin Guerre, la situación era considerada desde el propio gremio como “crítica”.

No obstante, Zemon Davis no parte de esta concepción ingenua de la investigación histórica. Concibe la operación histórica es una recreación que se nutre de una imaginación responsable. En sus trabajos (Trickster Travels o Women on the Margins: Three Seventeenth-century Lives, por citar solo algunos de ellos) es consciente de las limitaciones del relato historiográfico, hay una distinción entre afirmaciones que se sustentan en base a evidencias documentales y aquellas que deben hacerse a partir de la intuición del historiador pero procurando no infringir el principio de verosimilitud. No niega que una obra histórica, pese a participar de la ficción, se caracteriza por su pretensión de verdad.

En cambio, El regreso de Martin Guerre es un producto particular. Según Zemon Davis el cine es una forma diferente de representar el pasado que tendría sus propias convenciones. El film histórico de ficción –que debemos de distinguir del documental- ofrece una infinidad de posibilidades y ventajas frente al texto académico. Permite transmitir al espectador toda una serie de matices (colores, sonidos) de una forma que difícilmente la escritura de la historia podría emular. Por supuesto, existen carencias en el relato audiovisual. El discurso cinematográfico carece de recursos tales como la afirmación en condicional. En una película como El regreso de Martin Guerre los “quizás” que el lector puede encontrar en su obra escrita son tremendamente difíciles de representar. El cine de este tipo tiene el peligro de caer en la inexactitud, algo que la propia Natalie Zemon Davis admite en varias entrevistas e incluso en el prefacio de su obra. De hecho, la escritura de su obra se justifica en la medida que estas lagunas existían. Cuenta Zemon Davis que mientras colaboraba con Daniel Vigne y Jean-Claude Carrièrre (el guionista del film) tuvo la necesidad de “profundizar más en el caso” y lidiar con algunos aspectos de la coyuntura que quedaron fuera del film “[para] que estos cambios contribuyeran a que la película tuviera esa poderosa simplicidad que había convertido la historia de Martin Guerre en una leyenda”.

Estas cuestiones ignoradas en el film, el origen vasco de los Daguerre, el problema del protestantismo rural o su tesis sobre el doble juego de Bertrande (criticada, por cierto, por Robert Finlay), aparecen sin embargo respaldadas por un trabajo de archivo francamente impecable.

Si nos ceñimos al film de Daniel Vigne, es posible sostener que los logros superan con creces a los defectos. La realización de un filme de tales características, tan bien documentado, es un reto nada desdeñable. El historiador, en este caso Zemon Davis, se encuentra ante el reto de tener que vestir a los individuos que integran su relato. La interacción, los diálogos o las muecas de los personajes, en especial la relación de afecto entre los esposos (tanto con el verdadero como con el falso Martin) no puede si no concebirse desde la imaginación del autor. El retorno de Martin Guerre aporta valiosas imágenes de valor etnográfico sobre la vida cuotidiana de los campesinos de la región: los niños aparecen compartiendo las labores con sus adultos, las mujeres que surgen en el ámbito doméstico son representadas siempre realizando tareas, etc.

Ficción y realidad se entremezclan para producir un fresco que, en mi opinión, es convincente. Considero que el debate en torno al uso de la ficción en nuestros cines es muy enriquecedor, pero soy consciente de que varias de las críticas que provienen por parte del gremio de los historiadores son impulsadas por un temor a perder el monopolio de la historia.
Tanto los libros de historia, como las películas que aspiran a tal pretensión deberían de hacer explícita una pertinente advertencia: esta obra está basada -o se ha inspirado- en hechos verificables.

viernes, 5 de marzo de 2010

¿Qué es la historia cultural? de Peter Burke

Peter Burke: ¿Qué es la historia cultural? Barcelona: Paidós Ibérica, 2006

En esta obra, el historiador británico Peter Burke ha realizado un recorrido a través de los recovecos de la historia cultural, rama de la disciplina histórica centrada en ese concepto “tan vago” que es la cultura.
El libro ofrece una cómoda cronología, a saber: en primer lugar tendríamos la etapa clásica, que surgiría ya en el siglo XIX de la mano de obras como La cultura del Renacimiento en Italia del célebre Burckhard y luego, ya en el XX, Huizinga con su El otoño de la Edad Media; a continuación le seguiría la etapa de “la historia social del arte”, nutrida por una generación que iría desde Max Weber o Sigmund Freud hasta Aby Warburg, pasando por Erwin Panofsky y Norbert Elias; en tercer lugar estaría, según Burke, la etapa que a partir de los años sesenta estaría marcada por la antropología histórica, así como otros temas como por ejemplo la historia popular; por último, afirma, estaría el surgimiento de la Nueva Historia Cultural (en adelante NHC) sobre todo a partir de los años setenta. Además, Peter Burke arroja en el último apartado una serie de ideas sobre los posibles caminos que esta corriente de la historia podría recorrer.

En su obra, no obstante, Burke no se limita a narrar la evolución de la historia cultural, sino que análogamente aborda la problemática que implica el enfoque cultural, afrontando el debate de corte marxista sobre el lugar de la cultura en el engranaje de la historia, así como otras cuestiones como, por ejemplo, el binomio cultura popular/culta. Si bien en el libro de Burke abundan los nombres personales, algunos autores son explicados de forma más detenida (Norbert Elias, Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Mijail Bajtin o Michel de Certeau). Por otro lado, en este recorrido historiográfico hecho a base de individuos también hay espacio para ciertos elementos colectivos, tendencias pero esencialmente relaciones entre estos mismos autores, es decir, influencias. Autores como Geertz, sin ser estrictamente un historiador, habrían marcado tanto a sus predecesores que cabe plantearse si su obra efectivamente creó lo que podríamos denominar realizando una paráfrasis atrevida “tendencia hacia lo simbólico”.


De forma paralela, considero oportuno mencionar al menos una de las carencias más notables del trabajo del profesor británico: la desatención del medio audiovisual, del cine, de la cultura popular (en su sentido moderno, esto es, no necesariamente aquella cultura supestamente opuesta a la elitista). Dicho esto me dispongo a presentar un breve resumen de la ya de por sí sintético contenido del libro de Peter Burke.

El medio audiovisual y la memoria cultural, uno de los olvidados por Burke


En primer lugar se describen los primeros movimientos en el seno de la disciplina, las grandes obras de Huzinga y Burckhard anteriormente citadas, especialmente por ser un eco de la tradición alemana, que desde el siglo XVIII potenció enormemente la producción de obras centradas en los parámetros culturales (Kulturwissenschaft). Ambos autores, explica el profesor emérito de Cambridge, combinaron en su relato su afición por lo “clásicamente” cultural (altra cultura) con sus conocimientos históricos, concibiendo además sus con una orientación hacia un público más amplio. Se pretende, en definitiva, ofrecer un retrato de una etapa desde su perspectiva más cultural en el sentido más artístico de la palabra.

Entre estos dos autores surge una propuesta no menos atrevida. Max Weber se propuso analizar el cambio económico que de algunas comunidades europeas desde su sistema de valores protestante. La conexión entre cultura y sociedad, por otro lado, también se hacía notar en los países anglosajones en obras como las de Charles y Mary Beard (An Economic Interpretation of the Constitution of the United States y Historia de la civilización de los Estados Unidos de Norte América). Con todo, es con lo que Burke denomina como “la gran diáspora” cuando el umbral de la Nueva Historia que habían estado cultivando algunos franceses (Bloch y Febvre) y, en especial, varios estudiosos de habla alemana, se mueve al otro lado del Atlántico, donde será practicado por autores tan influyentes como Panofsky, pero también en Inglaterra, donde nombres como Arnold Hauser o Norbert Elias trabajaron la problemática de la cultura.

Esta problemática, dice Burke, solía pasar por la creencia de que la cultura es en realidad un espejo no problemático de su tiempo, postulado que critica incesantemente. Este problema, suscitado por la crítica del historiador John Clapham a Huizinga y Burckhardt, a quienes acusó de impresionistas, fue desarrollado por el historiador del arte Ernst Gombrich en su crítica a la concepción hegeliana del Zeitgeist debido a sus implicaciones de homogeneidad. Marxistas como Edward Thompson criticaron la concepción tradicional de la cultura por ser excesivamente aglutinadora y esconder los conflictos culturales. Dentro de esta misma corriente ideológica otros autores han propuesto conceptos muy afortunados para el desarrollo de los estudios culturales. Es el caso de Gramsci y su concepción de la “hegemonía”, muy útil para describir las relaciones de dominación que se inscriben en las redes culturales. Ha de rechazarse, por tanto, cualquier pretensión de abordar una “cultura” como totalidad para no adulterar una realidad más compleja. Más complicado es lo que Burke describe como “la paradoja de la tradición”, debate que surge a raíz del acento en lo popular que traen consigo los años sesenta. Burke propone plantearse las distinciones culturales como “lo popular” en oposición a “lo culto” como orientaciones, no como campos delimitados. Lo transmitido, afirma Burke, cambia, y la aparente innovación de algunas prácticas o grupos sociales pueden desviar la atención de las persistencias. Afirmar una diferencia no implica tener que exagerarla.

Una de las aportaciones más interesantes en este campo no vino de la historiografía convencional. En los años sesenta y setenta un grupo de antropólogos como Mary Douglas o Clifford Geertz convencieron a una tradición de historiadores eminentemente económico-social –cuando no política- del alto valor de lo simbólico, es decir, de los valores. Uno de los pioneros, señala Burke, fue la obra de Keith Thomas (Religion and the Decline of Magic, 1971) donde se abordan las funciones sociales de las creencias religiosas. En el ámbito francés, el antropólogo estructuralista Claude Lévi-Strauss ofrecía un esquema muy atractivo para historiadores como Jacques Le Goff o Emmanuel Le Roy Ladurie. Sin embargo, la obra que ha tenido mayor repercusión en el tiempo ha sido, quizás, la de Geertz. Su análisis de las peleas de gallos de Bali y sus significados desde un enfoque dramático influyó en autores como Robert Darnton y su trabajo sobre la matanza de gatos. Este feliz encuentro entre antropología e historia atrajo a muchos historiadores a incluir en sus estudios conceptos como “reglas”, “protocolos” o “alteridad”.

Peter Burke, el autor


Es en este contexto que surge la microhistoria llevada a la fama por el Montaillou (1975) de Le Roy Ladurie y El queso y los gusanos (1976) de Carlo Ginzburg. Burke ofrece tres ideas para explicar el surgimiento de este género. En primer lugar sería una reacción contra la cliometría y el método cuantitativo que desvirtuaba la variedad. En segundo lugar, la microhistoria sería una analogía lógica en relación al método antropológico del estudio de una comunidad relativamente reducida. Por último, la microhistoria era una efectiva alternativa al desprestigiado gran relato del progreso histórico. El gran reto de este género, como ha admitido el propio Ginzburg, estriba en la tensión entre la comunidad/individuo estudiado y una realidad superior.

Por si fuera poco, esta realidad estaba siendo cada vez más complejizada por la incorporación de las nuevas realidades poscoloniales. Es más, en el seno de las propias academias occidentales había una preocupación para el otro “femenino” que acentuaba si cabe los desafíos para la última etapa de la Historia Cultural, la llamada NHC (Nueva Historia Cultural).
A partir de los años ochenta confluyen las propuestas del feminismo de Kristeva, los estudios subalternos de Spivak, el orientalismo analizado por Said o la preocupación por el lenguaje de Hayden White en un contexto mucho más abierto. Siguiendo a Burke, son cuatro los principales teóricos de la NHC: Michael Bajtín, Norbert Elias, Michel Foucault y Pierre Bourdieu. Todos ellos aportaron ideas muy útiles para el desarrollo de la historia cultural. El primero, Bajtín, analizó, entre otros elementos, los géneros discursivos y los rituales de desacralización; por su parte, Norbert Elias se centra en el autocontrol de la elite a través de las prácticas sociales. Por otro lado, Foucault realiza toda una serie de interesantes observaciones sobre la invención de ciertos parámetros sociales, la relación entre los mecanismos de autoridad y el cuerpo y la discontinuidad latente en todo paradigma (por citar aquí un ejemplo, entre la fonética y la semántica). Por último, Bordieu se centró en los conceptos de “reproducción cultural” como modelo de actuación, así como en la diferencia como base de la identidad social. Todos ellos promovieron, directa o indirectamente, la idea de “prácticas”, que ha encontrado su ámbito de estudio más prolífico en la historia de la lectura que historiadores de la talla de Robert Darnton han sabido explotar de forma hábil.

Otros aspectos de la NHC son la preocupación por la cultura material. Autores como Assa Briggs han escrito desde los lugares hasta las cosas, mientras que Daniel Roche hablaba en su Culture des apperences (1989) de la vestimenta como un código cultural como otro cualquiera. La historia del cuerpo, que ya tenía referentes clásicos como Gilberto Freyre con sus estudios sobre la fisonomía de los esclavos, rompió en esta época el viejo esquema clásico que separaba la mente con el cuerpo aprovechando una pertinente colaboración con la historia del género.



Otro de los subgéneros más prolíficos ha sido el de las representaciones y las construcciones. Partiendo desde la sociología Durkheimiana y las ideas de Marc Bloch, la NHC partió hacia un modelo que, como decía Roger Chartier pasaba “de la historia social de la cultura a la historia cultural de la sociedad”. Si bien para la historiografía a partir de estos años ochenta y noventa se tratan una serie de conceptos relativamente nuevos, también es cierto que el constructivismo tiene raíces profundas en la tradición intelectual occidental (Nietzsche o Popper). Michel de Certeau fue uno de los ideólogos de la cultura que a mediante términos como “reutilización” o “usos” construyó una interesante obra sobre los cimientos de Foucault entorno a lo cultural de la cotidianidad. El acento de estos dos autores franceses sobre la construcción de prácticamente la totalidad de los parámetros de una sociedad coincidía, lo hemos comentado ya, con el giro en la lingüística que Hayden White llevó al conocimiento histórico con su obra Metahistory (1973). Dentro de este subgénero, denominado por Burke como “constructivismo”, la NHC ha abordado desde la construcción de comunidades, la construcción de la memoria, del género o incluso la monarquía. Estas construcciones, prosigue Burke, se servía de unas prácticas (performances) que serán analizadas a la luz de los estudios de Geertz por toda una tradición de autores entre los que se encuentra el propio Peter Burke.

Por último, Burke analiza las diversas posibilidades que tiene la Historia en un futuro próximo. Si bien deja claro que cualquier reacción contra una tendencia puede producir algo nuevo, Burke comenta la posibilidad de una vuelta a una cultura más elitista, es decir, un retorno a la alta cultura como respuesta a la descentralización de los últimos estudios. Otra opción es la preocupación por el enfoque cultural de lo político, la violencia y las emociones. Esta última, confiesa Burke, tiene una complejidad mucho mayor debido a la dificultad a la hora de obtener sustento documental. En último lugar Burke comenta un probable retorno de la historia social despechada desde la erupción de la imparable moda de lo cultural a partir del giro antropológico. Según Burke, esta nueva corriente surgiría en contra de un relativismo cultural que habría desvirtuado el potencial del enfoque cultural. Los estudios culturales, en efecto, parecen hacer hincapié en la fragmentación en donde tradicionalmente se ha pretendido todo lo contrario. Los avances de la historia cultural, concluye, deberían de ser la garantía de que un retorno a la literalidad del positivismo no tendrá lugar.

martes, 2 de febrero de 2010

Fragmentos (sobre el género bélico tras Vietnam)

Los últimos días de Patton (1986)
la institución militar relegada a la camilla


Los éxitos de Nixon le valieron la reelección en el 1972. En cambio, el escándalo por espionaje y la crisis económica supusieron el golpe final a la imagen inmaculada de superpotencia mundial de los Estados Unidos. El estamento militar que había encumbrado a una sociedad a la categoría de garante de las libertades que ahora veían ultrajadas se vino abajo junto con el orgullo de toda una generación. Durante los años setenta y ochenta la imagen de la Segunda Guerra Mundial servirá de salvavidas para un género fascinado por el estallido de violencia y culpabilidad que había desatado Vietnam.
Con todo, el género bélico no se vino del todo abajo. En este periodo surgen algunas propuestas como Un puente lejano (1977) o La batalla de Midway (1976) tienen más aspectos en común con la épica de los años cincuenta que con contemporáneos como la genial Apocalipsis Now de Francis Ford Coppola (1979). La primera ofrecía una versión depurada de la operación Market Garden con un reparto plagado de estrellas como Sean Connery, Michael Caine o Robert Redford. Esta producción angloamericana hacía las veces de tirita sobre el estamento militar al proyectar una derrota saneada en la que el espectáculo prima sobre cualquier otra cuestión. A pesar de estar ambientada en una derrota, el tono celebrativo de la película funcionó tan bien como la representación de la victoria de Midway en la película del año anterior a la hora de hacer caja. Sin embargo, su éxito fue la gran excepción de una época en la que el género languidece.
Uno rojo, división de choque (1980) es una muestra de cómo Vietnam había enturbiado la relativamente buena imagen de la Segunda Guerra Mundial. Su director, Samuel Fuller (tomó parte en el desembarco de Normandía y fue condecorado) describió su película como "una historia de vidas ficticias basada en muertos reales". En ella aparece la 1º División de Infantería del Ejército norteamericano en la que él mismo combatió, desde sus periplos en el norte de África hasta la Europa continental, abarcando tanto la invasión de Sicilia como el desembarco de Normandía. Su punto de vista no es innovador (lo único que los soldados pretendían era sobrevivir) sin embargo, su discurso utiliza un elemento complementario acorde a la épica en la que fue estrenada: la violencia. Fuller, no obstante, establece una diferenciación entre Vietnam y la Segunda Guerra Mundial. Arguye que aunque pelear aquella guerra fuese “the right thing to do” la guerra era “the wrong place to be”. Uno rojo, división de choque se presenta como la última gran película bélica con la pretensión de relato total. De todas maneras, el filme cae en los típicos tópicos de Hollywood: se presenta un teatro de operaciones europeo en el que prácticamente aparecen solo norteamericanos y alemanes. Su rudeza y lo limitado del presupuesto (que no le impidó sin embargo contar con Lee Miller) acabó sentenciando a la cinta de Fuller – que no tuvo mala acogida en taquilla y el posterior reconocimiento que tuvo- a la categoría de cine bélico de serie B. La violencia que había intentado llevar a las pantallas de cine no tenía necesariamente que significar un mayor realismo. El propio Sam Fuller confesó que la única manera de realizar algo así era “disparar munición real sobre las cabezas del público en un cine”.La tecnología informática ofrecería a sus sucesores una alternativa más viable.




El director Sam Fuller


Durante la década de los ochenta Hollywood aborda la Segunda Guerra Mundial desde otra perspectiva. Películas como El cazador (1978) Acorralado (1982)¸en la que hace su primera aparición el atormentado personaje de Rambo o Platton (1986) -todas ellas basadas en la guerra de Vietnam- monopolizan el discurso bélico que hasta entonces controlaban episodios claves de la Segunda Guerra Mundial como el desembarco de Normandía o el teatro de operaciones del Pacífico. Para cuando Reagan ocupó la Casa Blanca, el periodo 1939-1945 quedó relegado a segundo plano, siendo prácticamente un elemento más de escenografía de cine de aventuras. Un ejemplo de ello son Evasión o Victoria (1981), en la que unos prisioneros del bando aliado de un campo de concentración se enfrentan y derrotan en un partido de futbol a las tropas alemanas, demostrando que aún desde un segundo plano la Segunda Guerra Mundial era el escenario perfecto para películas comerciales; el drama de espionaje Code Name: Emerald (1985) en el que se aborda la invasión de Normandía; y las dos producciones del propio Speielberg: En busca del arca perdida (1982), con un Harrison Ford combatiendo contra los nazis y El Imperio del sol (1987), basada en la ocupación japonesa de China.
Esta última película coincidió con el último intento “fallido” de una narrativa sobre la Guerra en un tono similar a los anteriores largometrajes, a saber, Los últimos días de Patton (1986) pretendía repetir el éxito de la aclamada película de Shaffner, por lo que se pidió al mismo actor (George C. Scott) que participase en el proyecto. La película da una imagen reveladora de el estado en el que se hallaba la memoria a pocos años del cincuenta aniversario del inicio del conflicto. Delbert Mann, el director que llevó a cabo la película, muestra un antaño carismático general Patton exhausto, decrépito (encarnando la imagen pública de la institución militar tras los fracasos de los años setenta), condenado a pasar sus últimos días en un Hospital debido a un “estúpido” accidente de tráfico. Este accidente (una especie de Vietnam simbólico) había interrumpido una irregular pero prometedora carrera militar (el discurso autocomplaciente de Hollywood) de forma que se pasa sus últimos días rememorando antiguos episodios militares con su mujer, la única que lo acompaña. El ideal de guerrero que presentaba el discurso de la película de 1970 parecía ser un enfermo crónico.
En virtud de lo anteriormente expuesto cabe concluir que el periodo comprendido entre los años sesenta y el final de los años ochenta puso en un aprieto al clásico relato de la Edad de Oro que situaba a los EE.UU. en una situación privilegiada como ángel custodio del mundo libre. El recuerdo de la Segunda Guerra Mundial servía de calmante para la carencia de conquistas, así como de ejemplo claro para contraponer el ejemplo de “una buena guerra” con la desafortunado ejemplo de un Vietnam que había ensuciado el currículum de la nación. Si el término que empleaba Hobsbawm para referirse a este periodo (“el derrumbamiento”) parece inadecuado para el conjunto de una época, desde la tesis que sostengo se antoja bastante oportuno para un lapso de tiempo en el que Hollywood estuvo marcado por un cierto antiautoritarismo y una preocupación por la moralidad de las acciones y las respectivas consecuencias de su política exterior.

sábado, 16 de enero de 2010

¿Qué es la Historia? Análisis comparativo (Bloch, Certeau, Jenkins, Gaddis)

La policía carga contra el grupo de historiadores que debatían
sobre la epistemología de la Historia




¿Qué es la historia?



¿Ciencia de los hombres en el tiempo o la operación que surge como resultado de la combinación de una esfera social con una práctica que, de ser erudita, ha devenido en técnica científica? ¿Es la Historia simplemente una experiencia sustitutiva, la manera que tienen los historiadores de representar el paisaje de la historia desde el presente o por el contrario deberemos de afirmar que se trata de un discurso cambiante con pretensión de saber que remite a una forma profesional y, además, del producto de una ideología?
En vistas de la magnitud de la tragedia, no nos queda más remedio que diseccionar sin anestesia a los cuatro autoresi que nos ofrecen tan dispares versiones sobre la naturaleza de la Historia. Pero antes de desenvainar la espada y entrar en desacuerdos, optemos primero por señalar algunos lugares comunes en el heterogéneo conjunto de la obra de estos autores.
En primer lugar, cabe afirmar que todos ellos convienen que la interpretación es un aspecto fundamental para la historiografía. Todos, desde la Apología para la Historia de Bloch al Repensar la Historia de Jenkins, se inclinan por negar la viabilidad del modelo propuesto por paradigma rankeano que con su empirismo ingenuo llevaron con éxito a la disciplina a la cima. Por consiguiente, tanto los unos como los otros reconocen que, por “culpa” de la irremediable subjetividad del historiador, alcanzar la “realidad” es imposible. Veamos, pues, de qué modo lo hacen.


Apología para la Historia o el oficio de historiador (Bloch)


De entrada, Bloch no lo afirma de forma directa. Sin embargo, no hace falta la posmodernidad para ser escéptico. Bloch bebe de la filosofía de Kant para referirse al historiador como un sujeto que reordena la realidad mediante categorías, abstracciones; por lo que la parte de realidad que percibe aparece distorsionada por la propia percepción del individuo. Gaddis bebe directamente del autor de Apología para la Historia, pero va un poco más allá. Admite sin reparos la condición interpretativa de la historia sin demasiados complejos. En su exilio de lo objetivo, nos dice Gaddis, los historiadores representan lo que no pueden construir. Para él este efecto placebo es al mismo tiempo más que la historia (la manipulación espacio-temporal permite nuevas perspectivas de análisis) y menos que ella (su condición de simulación). Antes de llegar al abismo posmodernista nos encontramos con el controvertido Michel de Certeau, para quien “no hay consideraciones […] capaces de borrar la particularidad del lugar de que hablo” (15: 1978), la relación entre objeto y sujeto condiciona radicalmente la Historia. En La Operación Histórica el historiador depende tanto del lugar en la esfera social como de las normas y restricciones impuestas por su institución. Por último, Jenkins reivindica un firme relativismo que reduce cualquier interpretación a la condición de texto sin capacidad referencial sobre la realidad. Para ello, incide repetidas veces en la inexistencia de un patrón de verdad más allá de la mera ficción útil creada por una sociedad.



Repensar la historia (Jenkins)


Llegamos así al acuerdo que son los prejuicios, el armazón cognitivo del individuo, lo que le permiten entenderse en su contexto y su momento histórico (Gadamer), es decir, lugar desde donde tiene cabida el conocimiento.
El segundo gran acuerdo que podríamos establecer es la distinción entre Historia y pasado, no siempre tan obvia. Por un lado, Jenkins separa ambos conceptos de muy buena gana, certificando que la Historia es “mucho menos que el pasado”; un Gaddis algo cabizbajo aceptaría la distinción exigiendo a cambio la obligación de rendir cuentas, mientras que Certeau establece una diferenciación mucho más compleja que comprende, desde la perspectiva del control que ejerce la institución del saber, el proceso de transformación de la naturaleza (hipotético pasado) en cultura (Historia). Sin salir de su concepto de “esfera social”, Certeau defiende que el objeto de la Historia es el tiempo social. Siguiendo esa línea, Bloch observa lúcidamente que la Historia no monopoliza el pasado; algo que Jenkins parece no compartir. Y es que, contrariamente a la afirmación de Bloch, el objeto de la Historia es el pasado.
Avanzar en el mismo camino nos obliga a establecer las primeras digresiones directas sin haber agotado los espacios comunes. En cuanto a la posibilidad del conocimiento Histórico, Bloch presenta la postura más optimista en el sentido ortodoxo, al exigir a la “ciencia histórica” que se revista de un “poquito de verdad”, o lo que es lo mismo, que no se sustente sobre un mínimo lógico de de certidumbre construido a través de los métodos que él propone. En el otro extremo, Jenkins niega tal posibilidad. Ningún relato puede sustituir el pasado, tampoco existe un método único para llegar a tal verdad.. Imaginemos por un momento que, en el ardor de la discusión Bloch acusase a Jenkins (el único de los cuatro sin un trabajo propiamente “histórico” a sus espaldas) de lo mismo que acusaba a Valéry: de no conocer bien el oficio de Historiador. Jenkins podría respondería entonces que una actitud similar se correspondería con la típica reacción conservadora de un historiador celoso de su impenetrable monopolio sobre una disciplina imbuido en las relaciones de poder.
Certeau y Gaddis adoptan posturas que oscilan en el espacio intermedio que dejan Bloch y Jenkins. Mientras que Gaddis establece analogías con otros tipos de ciencia y reclama dicha categoría para la Historia al aludir a su condición de refutabilidad; Certeau acepta la noción de técnicas científicas. Estos métodos estarían determinados por los acuerdos y normalizaciones del grupo social que forma la institución que autoriza y prohíbe indistintamente. Al mismo tiempo, estas técnicas determinan a la operación histórica. Mientras que las leyes cambian, no así la presión que ejerce la esfera social que mantiene el estatus de tales regulaciones.


El paisaje de la Historia (Gaddis)


En cuanto al estatus de historia respecto al resto de ramas de conocimiento, podemos dividir a los autores en dos bloques. De nuevo, aquellos que son autores de una obra eminentemente metodológica (Bloch y Gaddis) coinciden: la Historia ha de mantenerse abierta a cooperaciones, no someterse. Pero Certeau niega que tenga un objeto de conocimiento tan bien delimitado, relegando a la Historia a un estatus ya no solo de ciencia auxiliar, relegada como ha quedado a los márgenes.
Considero que la influencia de Foucault es un buen punto de partida para extraer más diferencias. Si bien Jenkins de hace eco de una noción de poder de forma muy superficial para ideologizar su propuesta, Certeau hace su propuesta más original en su análisis de la Institución jerárquica del saber como una autoridad que perfila una conducta. Para Michel de Certeau, la subjetividad de los historiadores estaría tremendamente condicionada por las prácticas gremiales de la institución ya que la instauración de un saber es indisociable de la institución social comprendida como “cuerpo” en el interior de la sociedad” (20-21: 1978). Jenkins pone todo su empeño en llevar la atención al terreno de la ideología, en cierto sentido una crítica a Bloch que también comparte Gaddis. Sin embargo, he ahí una advertencia del viejo maestro que sirve a ambos: mientras que es resaltar el papel de la ideología o ‘sistema global’ en detrimento de una “subjetividad” del sujeto de tintes inocentes, no hay que confundir los juicios morales con la explicación.
Estas observaciones tan sagaces escapan al ojo de un Marc Bloch que admite no tener buena cabeza para disquisiciones filosóficas. En el caso de Gaddis, debemos de considerar que su posición rechaza esta postura, refiriéndose a Foucault solo una vez y utilizando el concepto “autoridad” en vez de “poder”.
Si continuamos en una línea de reproches, no podemos obviar en los textos epistemológicos (Certeau y Jenkins), la carencia de un análisis complejo de los métodos de los que se sirven los historiadores. Si bien es cierto que Certeau desmenuza íntegramente los pormenores de la operación histórica en tanto que relacionada con la sociedad, una visión sobre aspectos más metodológicos resulta, en mi opinión, clave para un examen completo de cómo se construye el discurso. La misma crítica, pero con más gravedad, pesa sobre la obra de Jenkins. En tanto que su duda sistemática no formular mayor refutación que la de “la imposibilidad del conocimiento” y la “infinidad de interpretaciones”, la lectura de Repensar la Historia corre el riesgo de caer en un pseudoescepticismo encerrado en la semiótica.


La operación histórica (Certeau)


No podemos, tienen razón Jenkins y Certeau, limitarnos a reproducir un discurso histórico sin tener en cuenta el lugar desde donde se produce. Sin embargo, la dimensión cívica que propugnaba Bloch conserva, desde mi punto de vista, una legitimidad que difícilmente permita el abandono de la Historia a su suerte. Por otro lado, hay que conceder a Gaddis que su propuesta, aunque tendenciosa (no por lo que dice, si no por lo que esquiva), presenta una voluntad pedagógica encomiable que bien le vale el agradecimiento de unos estudiantes generalmente asediados por pasajes tenebrosos.
En cierto modo no podemos ignorar toda la serie de consideraciones que Lawrence Stone recogía en su célebre artículo en Past and Present, así como tampoco los postulados de Heisenberg. Sin embargo, no entrar en las prácticas de la Historiografía, sus propiedades, su empleo de la causalidad, las maniobra del espacio/tiempo en el discurso o las vicisitudes que plantea la cuestión de la nomenclatura, tendrán la capacidad de arrojar luces interesantes sobre la problemática de la historia, pero su profundidad perderá plomo y se verán tarde o temprano relegadas al reino de la superficie. Es “sabido” que la historia ha suspendido en epistemología a lo largo de su historia como disciplina, sin embargo, de acuerdo con Certeau, la teoría solo es admisible “[si]articula una práctica, a saber la teoría que, por una parte, abre las prácticas al espacio de una sociedad y que, por otra, organiza los procedimientos propios de una disciplina” (16: 1987). Por consiguiente lo más sensato, al menos “nueve de cada diez veces”, será equilibrar las propuestas y afrontar la historia-problema desde la diversidad y la amplitud que Prigonine, Nobel de química del 1977, proclamaba para las ciencias, apremiando a la comunidad a adoptar un nuevo paradigma, el paradigma de la complejidad.






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Bibliografía: Bloch, Marc: Apología para la Historia o el oficio de historiador, México, Fondo de Cultura Económica, 2001. Certeau, Michel de: “La operación histórica” en J. Le Goff y Pierre Nora, Hacer la Historia, vol I. Nuevos problemas, Barcelona, Laia, 1978, pp.15-74. Gaddis, John Lewis: “El paisaje de la historia. Cómo los historiadores representan el pasado, Barcelona, Anagrama, 2004. Jenkins, Keith: Repensar la historia, Siglo XXI, 2009.